Por Gabriel Carrión, escritor.
La mañana era soleada, a las 10,40 tenía mi mujer, cita con un médico, me voy a abstener de dar el nombre del hospital, de la médica y de la especialidad, baste saber que llegamos al emplazamiento hospitalario en buena hora. Tanto ella como yo llevábamos nuestras correspondientes herramientas aislantes, guantes y mascarillas. Por experiencia, dado que el pasado 21 de abril habíamos estado en el mismo hospital, sabíamos que nos harían quitarnos nuestros guantes y nuestras mascarillas para darnos ellos unas e ir sin guantes, como ocurrió aquel día.
Entramos, en la puerta, a la derecha alguien con bata blanca sentada mirando el móvil, un descanso imagino, a la izquierda un paciente, un joven sentado sin mascarilla, y nos sales al paso, una enfermera con un aparato para tomar la temperatura, que sin pedirte permiso ni nada, se va hacia la frente de mi pareja y se lo encasqueta. Luego a mi. Muy irreal todo. Entonces por prevención un celador pregunta: ¿quien es la paciente?. Mi pareja comenta que es ella y le dan una mascarilla, cuando voy a coger la mía me dice: ¡No!, usted es acompañante y a los acompañantes no se les da. Mi expresión dado lo ocurrido días anteriores, es decir en voz alta: ¡Con dos cojones!, entonces la anafilaxis para que sirve. Y como ya estaba lanzado, yo, en plan cabrón, le suelto: ¡Pues que sepa que en Madrid han sacado un estudio que afirma que el COVID-19 puede ser contagiado por los celadores o los que reparten las mascarillas, porque utilizan un guante para el reparto durante mucho tiempo!. El pobre hombre se me queda mirando sin saber que decir, y entonces pasamos a la zona de firmas donde mi mujer pone su nombre, mientras me embadurno de el guante que llevaba y que con el nuevo protocolo de ahorro de mascarillas del hospital aún, a los acompañantes, no nos han racionado. Por supuesto no llego a firmar.
A todo esto, en la recepción, detrás de la mampara cinco o seis personas parecía trabajar, mientras una persona con bata blanca seguida de cuatro personas vestidas de calle y con tarjetas para poder ir a sus anchas por aquel espacio, se movían en perfecta procesión entrando por una puerta y saliendo por la otra.
Llegamos al mostrador de la especialidad para la que estábamos citados, miro la sala vacía con, apenas dos asientos ocupados, y dos de cada tres precintados. A mi pareja le dan su número de orden y le dicen que mire a una pantalla y que cuando salga ya podrá entrar. Se sienta a mi lado, aunque tres asientos mas allá y nos ponemos a observar al personal. Llega una señora con bata llevando a un hombre muy mayor que al parecer era italiano y lo deja allí en medio y se va, le da un papel a la enfermera y le dice al hombre, que para nada la entendía, que esperase allí. A todo esto el hombre que había sido informado que su número de orden saldría en una pantalla, se levanta muy despacio de la silla y con ella intenta ladearse unos cuatro asientos, el pobre en camisón hospitalario, tres enfermeras mirando, una a dos metros y el pobre intentando sentarse en un asiento y dejando la silla a un lado. Todas las enfermeras le decían: Lleve cuidado que se puede caer, no se mueva mucho. Al final me levanté y en mi mal italiano le cogí la silla y el hombre se sentó. Una de las enfermeras al verme manipular la silla me comentó: ¡Póngale el freno, póngale el freno! Al oírla me volví y le dije: ¡Porque narices no lo ha hecho usted, que es su obligación más que la mía!. No me ha dicho nada, se ha dado la vuelta dando por terminada su conversación con la persona de la mesa y se ha ido. A todo esto la persona con bata blanca del principio seguida por cuatro personas más jóvenes detrás, mama pata con sus patos, pasó de nuevo por delante hacia el interior de una puerta.
A todo esto eran las once y cuarto, 35 minutos de retraso, vuelta de la mama pata con los patos, y quince minutos más, a los cincuenta sale el número en la pantalla y entramos.
La médico sentada en la mesa, otra cambiando el papel para que el paciente se siente, cosa que no hacen en la sala de espera y que por lo tanto no sirve para nada. En mi caso debo estar de pie en la puerta pero dentro de la consulta, con la puerta a todos esto abierta, guardando así la privacidad de médico paciente por las narices. Comienza a decirle a mi pareja lo que tiene que hacer, la observa de lejos, le pide que haga esto o aquello y entonces comienza el baile.
¡Usted ha tenido suerte, no se como la hemos llamado ya! -dice la doctora.
¡Bueno, el especialista puso urgente! y está claro que después de tres intervenciones, dos de ellas fallidas y una innecesaria creo que ya va siendo hora de avanzar -dice mi pareja. Yo de pie.
¡Es que no sabe usted como está esto!, han aparecido más de quinientas personas a las que tendríamos que haber atendido y que irían antes de usted, de ellas doscientas cincuenta, por lo menos deben ser llamadas poco a poco -ni que decir que tanto mi pareja como yo, teníamos los ojos como platos y los oídos atentos. El caso es que aquella especialista le comentó que debería hacer unos ejercicios en casa y que cada equis semanas la irían llamando, que se iba a poner bien y que allí estaban para atender todo lo anterior, vuelta a la cifra, nos han aparecido doscientos cincuenta pacientes que no sabía que estaban. a todo esto otra persona con bata aparece en el pasillo e interrumpe nuestra consulta, era la segunda vez que pasaba.
¡Perdone doctora! -dime.
¡El servicio de ambulancias se ha puesto ya a funcionar! -pregunta la amable persona con bata blanca del pasillo.
¡No!, me han mandado una directriz que dice que sólo en casos muy extremos, muy extremos se utilicen. -nuestros ojos seguían como platos.
¿Por? -pregunto la doctora.
¡Por que tenemos una persona que tiene que venir al servicio de Logopedia, tuvo un íctus de que se va recuperando bien pero le queda el trabajo con el logopeda -dijo la persona que estaba fuera, nosotros callados.
¿Qué edad tiene? -pregunto la doctora.
Ochenta y dos años -comentó la persona del pasillo.
¡Vamos, es que no has leído las circulares internas del hospital, con una edad así su indice de riesgo de contagio es del 83%, no vamos a traerlo, que se quede en casa -Comentó la doctora. Yo pensé en aquello de la discriminación pro edad que había sido negada por activa y por pasiva y reconozco que estoy siendo bueno con lo que pongo. La persona del pasillo insistió.
Pero en el departamento de Logopedia se puede ir a su casa dos o tres veces por semana -Insistió.
Veamos. anota y para junio lo vemos, tengo aquí de los casos que han aparecido más de doscientos cincuenta casos que hay que poner en marcha, que habrá que llamar y que estaban antes -dando la batalla por perdida frente a la doctora, la persona del pasillo se quedó atendiendo que también a mi pareja la tendría que llamar cada dos o tres semanas para ver como iba.
Estuvimos unos minutos más comentando cuestiones sobre el coronavirus y atendiendo a las afirmaciones que continuamente nos hacía sobre el hospital como lugar de contagio permanente. Mi mujer y yo salimos de allí con los ojos y oídos como escarpias. Sin ganas de volver, pero sabedores de que no tendremos más remedio que hacerlo al menos en un mes y medio.
De esta y de otras visitas en los últimos días a Centros Sanitarios nos han quedado algunas cosas claras, pero sobre todo dos, que la edad si que importa para ser atendidos en estos momentos en según que servicios hospitalarios y que no tienen ni idea de como solucionar el caos que el coronavirus ha creado en la sanidad pública. Si antes había listas de espera y retrasos en según que servicios, no arriendo la que se nos viene encima, aunque ahora tenemos la excusa perfecta, el COVID-19 tiene la culpa de todo, de todo.
Con esto Buñuel, que era un genio escribiría una película, seguro.
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